jueves, 18 de abril de 2024

El Cornetto apocalíptico de ‘The World’s End’ y la ciencia ficción cómica de Edgar Wright


Seis años después de ‘Hot Fuzz’ (2007), la segunda parte de la “trilogía Cornetto”, Edgar Wright había participado como guionista en la famosa colección ‘Grindhouse’ (2007) y había lanzado ‘Scott Pilgrim vs. The World’ (2010), uno de los títulos más celebrados de su filmografía. Ya muy bien posicionado como una voz de autor reconocible en el cine comercial, Wright cerró la “trilogía Cornetto” con ‘The World’s End’, para la cual volvió a reunir a la pareja irrompible de hermanos en “bromance”, interpretados por Simon Pegg y Nick Frost. ‘The Word’s End’ se centra en Gary King (Pegg), el líder de una vieja pandilla de Generación X, que en su soledad e incapacidad de adaptarse a cualquier camino en su vida, decide convocar a los viejos amigos de sus años más salvajes en la juventud, para completar el desquiciado recorrido por una serie de pubs, que en sus años nunca pudieron terminar. Lo que Gary no se esperaba era que fuese el único que no consiguió un lugar en el mundo capitalista. Sin embargo, en medio de la contrariedad, los viejos amigos se dan cuenta de que para salvar a su propio pueblo tienen que rescatar la humanidad de su propia amistad de antaño. 

En esta ocasión, Wright concentra completamente su película en un único personaje, en Gary King, encarnado por Simon Pegg, quien no solamente es la fuerza motora de este drama, sino que es el héroe caído en desgracia, que en la distopía característica de la ciencia ficción nuevamente se reacomoda, se readapta para convertirse nuevamente en el líder. El hombre que se hizo caótico vuelve a tener la posibilidad de estar al frente cuando el mundo progresivamente va hacia el caos. En la premisa de una extraordinaria aventura colectiva, que surge de un impulso lleno de nostalgia, poco a poco empieza a develarse una verdad estructural y conspirativa en la que la deshumanización se ha tomado la pequeña sociedad modelo del mundo. Pero también gradualmente esa sólida y atractiva base dramática se va derrumbando en la misma distopía, que se extiende y hace que los gags, característicos de la trilogía, empiecen a imponerse sobre la trama y el fondo de especulación social que hace parte como convención del género de la ciencia ficción. En las dos películas anteriores, las incidencias cómicas usualmente explosivas, por la vía de la acción física o de los diálogos agudos, la película logra atravesar mucho más limpia la tormenta del propio estilo de Wright. Sin embargo, aquí naufraga lentamente hasta el extravío absoluto, hasta ahogarse en su propio caldo, en su propia fórmula.

Sin embargo, el apocalipsis de Wright es un cierre coherente para su historia. La sensación, de cualquier manera, es la de que no queda más por hacer. De que todo se ha terminado. De que la historia de la amistad irrompible ha llegado a su fin. De que la saga de Wright no tiene más hacia dónde extenderse. Tal vez tenga que ver con que se ha terminado el tiempo para la comedia desenfrenada, al menos para aquella con la que Wright ha conseguido lanzarse al mundo, pero que poco a poco se extingue para su propia necesidad de expresar una condición británica que siempre respira en sus películas, que puede representar a su propia generación característica de la transición entre siglos y al mismo tiempo representante de una inmensa tradición cinematográfica enraizada entre la comedia y la farsa, en un inmenso panorama que se extiende más allá, pero con otras perspectivas, con otras necesidades expresivas que sin duda se mantendrían en la mirada de Wright, quien poco a poco empezaría a mirar más hacia el interior que hacia el exterior. 


jueves, 11 de abril de 2024

El Cornetto policiaco de ‘Hot Fuzz’ y el thriller cómico de Edgar Wright


Después de presentarse al mundo con ‘Shaun of the Dead’ (2004), la primera película de la trilogía del helado Cornetto, Edgar Wright tendría claro su camino, en términos genéricos y estilísticos. Sería para los milennials aquel desarmador de los géneros que tuvo cada generación de cineastas en el mundo anglosajón, con la influencia de una edición reactiva, propia de la influencia del MTV ochentero. Para extender el manto del “bromance” y la desmitificación de inicios del siglo XXI, Wright lanzó la segunda parte de la saga heladera con ‘Hot Fuzz’ (2007), en donde vuelve a poner en el centro a una pareja de amigos inseparables, la clásica del “gordo y el flaco”, esta vez con Nicholas Angel (Simon Pegg, de nuevo partícipe en la escritura), un agente de policía bien portado y legalista, al borde de lo esquemático, es trasladado a un pequeño pueblo de la provincia inglesa, en donde apenas hace buenas migas con Danny Butterman (otra vez Nick Frost), un policía borracho y hedonista, concentrado en las pequeñas dichas de la banalidad. Todo podría andar sin sobresaltos de no ser por una serie de brutales asesinatos que se desatan por todo el pueblo y frente a los cuales, por supuesto, el único interesado en resolverlos es el abnegado agente Angel. 

La película empieza con un narrador que recuerda inmediatamente las introducciones de las películas de los Monty Python, con la burla implícita a ese tono solemne tan propio de las galas de la Corona Británica, especialmente cuando esto consiste en desarmar el aparato policiaco y en buena medida, como poco a poco se va revelando, la aristocracia enquistada desde las pequeñas sociedades al interior de la isla. Las características estilísticas de Wright funcionan muy bien en ese relato de la sistemático que suele impregnar al orden. De esa rigidez propia de maquinaria, de cierta deshumanización implícita en las formas. Poco a poco van emergiendo personajes representativos de los diversos estamentos sociales: el dueño de la empresa más grande, el dueño del pub, el sacerdote y otros tantos aferrados a esos poderes diversos. Como en ‘Shaun of the Dead’, Wright también disecciona mucho del paisaje para trasladarlo a la nueva dinámica, la del thriller explosivo y abiertamente referencial de la amplia tradición de las parejas policiacas, especialmente aquellas mencionadas directamente en la película: ‘Point Break’ (1991) y ‘Bad Boys’ (1995), que funciona en la trama como auténtica gasolina para el “bromance”, que gira cada vez más en torno a esa cinefilia específica. 

Sin embargo, en esa inmersión progresiva y acelerada en la sátira, poco a poco la agitación va haciendo que se pierda poco a poco el control y que todo se vaya derrumbando poco a poco, a pesar de notables esfuerzos para mantener la estructura estricta que exige el mismo género del thriller. Entonces Wright encuentra que avanzar decididamente hacia la parodia de ‘Point Break’ y ‘Bad Boys’ es una buena forma de mantener en pie la cadencia ya de por sí caótica que toma el último tramo de la película. En ese esfuerzo, consigue además la posibilidad de elaborar un epílogo como para recoger los estragos del huracán que se terminó gestando, especialmente encaminado hacia establecer toda una resonancia con el final de ‘Shaun of the Dead’, en donde los héroes caminan por el nuevo mundo que han construido después de sobrevivir al antiguo. Con el “bromance” reacomodado a las nuevas condiciones, reconstruido en la nueva dinámica, con un par de hombres que han soportado el arrasamiento con base en sus propios juegos infantiles que no terminan nunca  y que a fin de cuentan también alimentan las ideas del mismo director, la tercera vértice del triángulo


jueves, 4 de abril de 2024

El Cornetto zombi de ‘Shaun of the Dead’ y el terror cómico de Edgar Wright


Sobre el inmenso mundo de la cultura pop anglosajona, el cine británico ha jugado un papel fundamental en un amplio espectro de géneros y de fusiones de géneros, desde la comedia hasta el melodrama, pasando por una observación constante y diversa sobre las fisuras de la estructura capitalista. En la primera década del siglo XX, Edgar Wright, sobre la inmensa tradición de la comedia inglesa, se presentó como un nuevo autor de la postmodernidad en el cine, en medio de un cine eminentemente comercial. Tras una larga experiencia en la televisión, Wright se posicionó en el imaginario milennial con su “trilogía Cornetto”, llamada así por la simple presencia de los conos de helado Cornetto en algún instante de cada una de las tres películas. La primera película de la trilogía, que de paso fue la que instaló a Edgar Wright en el panorama del cine mundial como una voz identificable, especialmente en la tradición de la comedia británica y la estética del videoclip en el cine, fue ‘Shaun of the Dead’ (2004), fundada en las grandes sagas de George A. Romero, el fundador del cine de zombis, con la clásica sátira británica. Shaun (Simon Pegg), un modesto vendedor de electrodomésticos, y Ed (Nick Frost), su hedonista compañero de departamento, decididamente entregado a la vagancia, son sacados de su rutina inamovible entre los videojuegos y las cervezas en el pub para afrontar una inmensa plaga zombi que los obliga a emprender toda una aventura disparatada de supervivencia. 

En el trasfondo de ‘Shaun of the Dead’, se respira una alienación penetrante. Aquella que anestesia a un par de personajes desarraigados del sistema con respecto a su entorno inmediato, a una urgencia descarnada en sus narices. Wright construye pronto la dinámica de un auténtico “bromance”, que es capaz de soportar incluso la crisis amorosa por la cual pasa Shaun. Una edición reactiva, representativa de una maquinación extensa, de movimientos perpetuos que reviven en el nuevo siglo las condenas sistemáticas de los personajes de Bresson y la furia social del Free Cinema, en el caldo de cultivo del auge de un cine inyectado por los videoclips. Mientras que Shaun y Ed se acomodan una y otra vez en los sofás y las bancas de la barra del bar, una plaga extraordinaria de muertos vivientes los acechan con tal lentitud hecha consciente que tardan en darse cuenta de la circunstancia. En esta premura descomunal, Shaun apenas puede reaccionar, en medio del apocalipsis, para rescatar a su círculo más cercano de afecto, que se va derrumbando ante sus ojos. Los medios de comunicación apenas cubren con banalidad la existencia de los monstruos aletargados. Desde la actualidad, la observación de la película se transforma con la existencia de la pandemia en la historia reciente, y esa perspectiva no solamente deja entrever el increíble absurdo del espectáculo de la hiperproducción incluso en medio del apocalipsis, de la muerte transversal. 

Los extraordinarios diálogos de Edgar Wright y del mismo Simon Pegg, el actor principal de la película, se circunscriben en la extraordinaria tradición fársica de Inglaterra, encabezada por los mismísimos Monty Python. En el fondo de la devastación y la emergencia, surgen los debates filosóficos y las observaciones obsesivas en medio de la lentitud exacerbada de los zombis hecha consciente, cuestionando la prisa a fin de cuentas. El encierro en el bar es una negación extrema, una necesidad imperiosa por abrazarse con fuerza al confort del placer inmediato, sin poderse sacar siquiera las ganas de sentirse pleno en medio del infierno mismo, mientras que la realidad acecha e invade cada espacio, sin poder escapar de ese mundo auténticamente caníbal. 


jueves, 21 de marzo de 2024

Los Leguineche evasores de ‘Nacional III’ y la travesía cómica de Luis García Berlanga

La pareja de guionistas de García Berlanga y Azcona cerró la importante “trilogía de los Leguineche” con ‘Nacional III’ (1982), en la disección de la idiosincrasia huérfana de la dictadura en España. El cierre configura finalmente todo un mapa como diagnóstico, en un país que estaba de frente a un futuro básicamente inexplorado. La película parte del golpe de Estado militar en el Parlamento el 23 de febrero de 1981, un evento que los Leguineche, nobles en desgracia, siguen con un leve entusiasmo esperando que regrese el régimen que los consintió por décadas. Los Leguineche, padre (Luis Escobar) e hijo (José Luis López Vázquez), viven en un apartamento que luce humilde comparado con el inmenso palacio decadente que nunca pudo rescatar, con los criados más fieles. Están intentando emprender un negocio de meriendas prácticas aprovechando la ocasión del Mundial de fútbol de España en 1982. Entonces, se enteran de la muerte del suegro de Luis José, el príncipe Leguineche, por lo cual emprenden todo un viaje a Extremadura para las honras fúnebres, con la intención de reconquistar a Chus (Amparo Soler Leal), y conseguir una tajada de esa herencia. Todo esto desencadena una serie de eventos que sacan a la luz la máxima mezquindad y los principios cambiantes de este grupo de parásitos que concentran especialmente sus esfuerzos en mantenerse en una comodidad infinita. 

A diferencia de ‘La escopeta nacional’ y de ‘Patrimonio nacional’, ‘Nacional III’ escapa y toma el camino como el de los animales que han perdido su madriguera y son lanzados a la supervivencia. En este caso, la supervivencia de la desidia, de la vida a las anchas, de la vida sin el trabajo, como lo diría unos años antes Don Lope, encarnado por Fernando Rey, en ‘Tristana’, de Luis Buñuel. Hundidos en el fango de la cobardía y la renuncia absoluta frente a la humildad, los Leguineche llegan al punto de traicionar las lealtades que han jurado para afiliarse a una nobleza en la degradación moral. Como refugiados de sus propis vicios, los Leguineche toman el camino, emprenden la carretera, recogiendo lo que pueden, timando, engañando, escondiendo, mintiendo, regodéandose en una miseria permanente. La cámara de García Berlanga se mantiene incisiva, penetrante, manteniendo la mirada sobre los personajes por tramos especialmente largos y caminando con ellos o plantándose desde cierta distancia para capturar un cuadro esperpéntico, en el que los disparates se disparan constantemente, en el escándalo, en el cinismo de los vicios expuestos, de la indecencia misma. 

En este último episodio de la trilogía, García Berlanga desemboca su inmenso movimiento de crítica social en la evasión fiscal, en ese crimen cotidiano que suele quedarse sin castigo, especialmente para una buena parte de la aristocracia. Tras haber hecho una disertación extensa sobre esa aristocracia en decadencia, que representa una buena parte de traumas históricos, en ‘Nacional II’, García Berlanga le suma a ese escenario de liberación impregnada en el aire, un abordaje a los principios y también a la memoria, como señalando en ese horizonte extenso que se despejaba la necesidad de desapegarse de unas auténticas lacras sociales que se hicieron instituciones, y todo esto partiendo de la necesidad de conservar la memoria de forma especial, como un recordatorio que nunca podía descolgarse de la pared, que tenía que estar a la vista siempre para no caer de nuevo en la degradación y poder encaminarse hacia un nuevo destino. En la inmensa cantidad y diversidad de personajes aferrados a la nobleza en la trilogía de los Leguineche, se pinta un paisaje que es como un fresco de las almas en pena. Fantasmas extraviados en un nuevo mundo, pero que se aferran a la esperanza de que la vileza los reviva siempre. 


jueves, 14 de marzo de 2024

Los Leguineche palaciegos de ‘Patrimonio nacional’ y la comedia satírica de Luis García Berlanga


La década de los ochenta, aquella de liberación plena en España, empezó para García Berlanga en su filmografía con ‘Patrimonio nacional’ (1981), la segunda película de la “trilogía de los Leguineche”, después de ‘La escopeta nacional’, apenas tres años antes. La reflexión sobre el franquismo, en el nuevo modelo democrático, eran frecuentes, como las que se pueden dar naturalmente en quien acaba de despertar de una pesadilla. García Berlanga, incisivo siempre en el tejido social, encontraba un escenario propicio para retratar los vestigios cada vez más penosos de un fascismo que se había anquilosado por largas décadas. ‘Patrimonio nacional’ nos traslada a Madrid en la primera primavera posfranquista, cuando el Marqués de Leguineche (Luis Escobar) regresa del exilio autoinflingido a su palacio, con la pretensión de retomar el esplendor de su antigua vida de cortesano. Allí se encuentra con Eugenia, la Condesa de Santagón (Mary Santpere) quien todavía es su esposa oficialmente, a pesar de haberse separado después de tantos años, quien se niega a recibirlos de entrada y apenas accede a una negociación, con la condición de que no pongan pie en la planta en la que ella se encuentra, aferrada a costumbres estrambóticas de una vida que la ha hecho delirante. Poco a poco, los vicios de los Leguineche, tanto del Marqués como de su hijo Luis José (José Luis López Vásquez), van revelando que se encuentran en el mismo nivel de alucionación con respecto a su realidad, sin poder admitir que su palacio, como representación de su realidad, se viene al piso a pedazos. 

García Berlanga filmó esta película en el Palacio de Linares, en estado de abandono por la desocupación durante muchos años. En los vestigios de esa realeza decadente encuentra el eco del franquismo que se entonces acaba de venirse abajo como una estatua derribada por unos tiempos insaciables de libertad en España. Nuevamente, como en ‘La escopeta nacional’, el director nos sumerge en una experiencia auténticamente inmersiva, en la que simultáneamente los brillantes diálogos, escritos con Rafael Azcona, van trazando la silueta de una colección de personajes que se expanden por este espacio interminable como si se tratara de una plaga que se toma este espacio abandonado, como una invasión de cortesanos que se dedican día a día a mantener sus privilegios y comodidades. La sátira es explosiva y el camino hacia la decadencia está lleno de excentricidades impropias de cualquier sentido de la conciencia. 

Alrededor del núcleo oxidado de la familia Leguineche, circulan los estamentos de una sociedad que va más allá del contexto mismo de la dictadura franquista, que son inherentes a todo sistema. Así es como el sacerdote (ese sí muy franquista), los burócratas y los militares revolotean por el lugar como si buscaran picar algo, alimentarse de un poco de aquellas sobras de lo indigno pero materialmente sustancioso. Este recorrido que finalmente también termina siendo histórico es un antecedente importante de ‘El arca rusa’ (2002), de Aleksandr Sokurov. Más de veinte años antes, sin cruzar la frontera del realismo hacia la fantasía, García Berlanga también hizo una disección de las estructuras políticas y sociales en la élite de España. Mientras avanzamos por las habitaciones y pasillos del palacio de los Leguineche, se filtra una luz melancólica, pero al mismo tiempo la vida de los plebeyos transcurre a las afueras, apenas a unos cuantos pasos, y en las palabras, siempre extraordinarias y profundas en la comedia de García Berlanga, se revela una estructura que trasciende los tiempos, que es común simplemente a la sociedad y al sistema político. Fácilmente se acepta conceder una buena parte de la dignidad con tal de que se pueda vivir la comodidad material. Ese bisturí agudo de García Berlanga atravesaba la naturaleza misma, más allá del contexto álgido de su época. 


jueves, 7 de marzo de 2024

Los Leguineche cazadores de ‘La escopeta nacional’ y el campo social de Luis García Berlanga


En la extensa tradición del cine español, no existe otro cineasta tan relevante como Luis García Berlanga, quien concentró por décadas en su cine la voz del pueblo español, atravesando especialmente el franquismo para ponerlo al frente o al fondo en sus amplios paisajes llenos de personajes, de comunidades, de una colectividad que sobrevivía a la barbarie y a ciertas pulsiones individualistas naturales en la supervivencia. Después de una filmografía con títulos emblemáticos de la hispanidad misma, como ‘Bienvenido, Mr. Marshall’ (1953), ‘Calabuch’ (1956) y ‘El verdugo’ (1963), García Berlanga se convirtió en el máximo ejemplo de la capacidad del cine para convertirse en representación cultural de toda una sociedad. A finales de la década de los setenta, sobre la inmensa liberación colectiva del final del franquismo, el cineasta valenciano emprendió la llamada “trilogía de los Leguineche”, centrada en el corazón de una familia de aristócratas, los Leguineche, en el que sus integrantes conservan y sintetizan típicamente los vicios de una élite cómplice a veces y directamente criminal otras veces. La primera película de la saga es ‘La escopeta nacional’ (1978), en la que Jaume Canivell (José Sazatornil) es un fabricante de porteros electrónicos (en México el interfón y en Colombia el citófono), quien se desplaza a Madrid con su secretaria Mercé (Mónica Randall), quien en realidad es su amante, para conseguir compradores en un evento de cacería en la finca ‘Los Tejadillos’, de los Marqueses de Leguineche. Así empezará para Canivell un viaje a la deriva de las aberraciones y lo insólito, en medio de unas exhibiciones de poder que rayan en la obscenidad. 

Como los héroes descendidos al infierno, Canivell es arrastrado a un mundo inasible, que no se puede delimitar, en el que las fronteras de lo real se hacen difusas sin necesidad de cruzar en momento alguno hacia la fantasía. Como Marcello Rubini, en la carne de Marcelo Mastroianni en ‘La Dolce Vita’, Canivell es embriagado por un caos de poder diverso y lleno de banalidad, en donde se discuten los destinos, a fin de cuentas. Rebota de una habitación a otra, como si los agudos diálogos de García Berlanga y Rafael Azcona lo levantaran del piso para lanzarlo por una vía que va a transcurrir siempre errante, entre la depravación, los placeres y un hedonismo que todo lo atraviesa. Como en ‘La regla del juego’, de Jean Renoir, la cacería y la rapiña pasan de ser simplemente una actividad hasta convertirse en un principio, en una esencia vital. En ese círculo privilegiado, con intensas pasiones inmediatas, desde la furia y la violencia hasta la euforia de las risotadas, el poder económico se expande sin que tenga realmente un objetivo, como si hubiera llegado al punto de no tener hacia dónde más explayarse. 

García Berlanga toma la cámara y acompaña a su personaje mientras atraviesa ese campo social en el que realmente no le importa a nadie. En el que apenas es rodeado de palabras y se confronta con las espaldas de quienes busca para hacer realidad su pequeño negocio. Una inversión que probablemente no cueste nada, pero que a nadie se le pega la gana llevar a cabo. Canivell no tiene resquemores ni impedimentos éticos para adaptar todas las veces que sea necesario las mentiras y las poses que se requieran para vender sus aparatos, sus pequeños productos. Sin embargo, esa venta del alma al diablo es inútil porque hay un trasfondo de clasismo y de relaciones de clase que los Leguineche no van a permitir nunca que se resquebrajen para que acceda alguien que no sea de su torre de cristal, que no pertenezca a su casta. Esa caza estructural, referencia de las cazas terroríficas de Franco, trasladan potentemente la tiranía de Franco al espíritu podrido del mismo orden sistémico. 


jueves, 22 de febrero de 2024

El Vietnam patriarcal de ‘El cielo y la tierra’ y el modelo revertido de Oliver Stone


Para 1993, la filmografía de Oliver Stone lo había posicionado como uno de los directores más relevantes del cine de autor en los Estados Unidos. Un reconocimiento que le costó conseguir mucho más que a sus coetáneos. Con el antecedente ineludible de Vietnam, en la historia de aquel Estados Unidos de la segunda mitad del siglo XX y en su propia biografía, Stone debía cerrar su “trilogía sobre Vietnam”, cuyas dos primeras obras tuvieron mucho que ver en su consolidación como cineasta. Este cierre se daría con la película más personal de las tres, aquella en la cual Stone aborda las incidencias más profundas y lacerantes de la travesía por ese pantano de oscuridad y terror. ‘El cielo y la tierra’ (1993), nos pone en el viaje con Le Ly (Hiep Thi Le), una niña vietnamita cuyo tránsito hacia convertirse en una mujer es todo un infierno en el que es víctima de unos y de otros, de todos los implicados en el conflicto y también de quienes hacen parte de ese crisol ardiente que son las guerras internacionales. Cuando encuentra a Steve Butler (Tommy Lee Jones), un infante de marina estadounidense al borde del regreso a su país, pareciera que el panorama de Le Ly está por despejarse. 

La elaboración de Stone se ciñe muy cuidadosamente a las formas representativas de lo extraterritorial en Hollywood, con un exotismo que raya frecuentemente con el racismo, con una discriminación a veces implícita y a veces explícita. Sin embargo, revierte el modelo con su propia protagonista, que para empezar no es el héroe convencional, sino que es una heroína que tampoco luce blanqueada, que está confundida, deambulando tras una supervivencia siempre agónica. Las formas hollywoodenses aquí se convierten en un vehículo de crítica mucho más contundente, primero al maniqueísmo característico de la observación de Estados Unidos sobre aquello que está relacionado con la guerra en términos generales. La confrontación aquí no se da entre bandos opuestos en los que se sitúe Le Ly, sino que ella por si misma es todo un flanco en la construcción dramática, mientras que el entorno completo, desde aquel más crudamente vinculado con la violencia bélica hasta los más estructurales de un mundo patriarcal, en el que una mujer es sacudida constantemente por el machismo directo y la misoginia más extensa de un mundo patriarcal que no la considera, que la arrasa de un lado a otro con la acción y con la inacción. 

Stone conserva las atmósferas viciadas, como de paraíso envenenado, que también se perciben con claridad en ‘Platoon’ y ‘Nacido el 4 de julio’. El modelo casi de mirada publicitaria para parque temático es una máscara que poco a poco se va cuarteando para dejar entrever una cara que normalmente es ocultada, escondida. El voice over parte como si estuviéramos escuchando los altavoces de un parque de atracciones con información básica que escondiera cierta condescendencia, pero pronto deja paso a unos detalles terribles, los de la tortura, los del asesinato, los de la violación, los del saqueo. Le Ly es pequeña, es frágil y necesita protegerse constantemente de una tormenta que se renueva en un nuevo escenario especialmente agobiante y monstruoso. Sin embargo, poco a poco, emergen del pasado de su cultura los principios que le dan fortaleza frente a una terrible adversidad, frente a las explosiones ineludibles de lo terrible. A medida que crece y se va convirtiendo en mujer, con sus hijos a cuestas, quienes pronto son más grandes que ella, los espíritus de su deseo más intenso de independencia y de liberación la mantienen en pie. Stone piensa en su propia madre, en esa fortaleza que ha atestiguado, para expresar la entereza necesaria para cruzar el abismo de Vietnam.